La literatura portuguesa, al igual que otros ámbitos culturales del país vecino, es una gran desconocida para el lector español. Sólo un puñado de nombres han logrado traspasar con éxito las impermeables fronteras literarias españolas. Los «demás«, los «grandes en su propio país», parecen estar ocultos como un brillante tesoro por descubrir. ¿Hemos de atribuir este desconocimiento a la más que evidente ceguera de muchas de las grandes y medianas editoriales españolas, incapaces de arriesgarse a publicar jóvenes promesas o consagrados extranjeros? ¿O esta situación se debe a la posible incapacidad del mundo literario luso de «vender» de manera seductora y eficaz a sus grandes autores, sobre todo los contemporáneos?
Entre ese «puñado» de escritores portugueses «con mayúsculas», la figura de José Maria Eça de Queiroz se erige como una de las grandes referencias del Realismo luso. Nacido en 1845 en la localidad de Póvoa de Varzim, muy cerca de Oporto, y fallecido en París en 1900, su vida y su obra deslumbra tanto por su calidad literaria como por su decidido compromiso con la política, ya que el escritor luchó apasionadamente por conseguir la modernización y el progreso de su país, anclado en ese momento en un inmobilismo político, social y cultural del que era responsable, entre otras razones, el fuerte control que sobre estos ámbitos ejercía la Iglesia Católica, defensora de un tipo de moral y costumbres incompatibles con el progreso y la libertad ideológica.
Sobre este asunto se centró José Maria Eça de Queiroz en su novela El crimen del padre Amaro (O crime do Padre Amaro: Cenas da vida devota, 1874), conocida por el gran público por la adaptación cinematográfica de 2002 procedente de México y precedida por una ola de escándalo debido a su trama «folletinesca» (los amores de un joven párroco con una de sus feligresas) y a la crítica de cierta parte de la Iglesia Católica carcomida por la corrupción.
El crimen del Padre Amaro: folletinesco… y algo más
En este sentido, El crimen del padre Amaro puede leerse, efectivamente, como una historia de tintes folletinescos centrada en la «pecaminosa» pasión y amores de un joven párroco con una de sus feligresas en una pequeña ciudad de provincias portuguesa, Leiria (donde el propio Eça de Queiroz fue administrador municipal). Sin embargo, no pasa inadvertida la profunda e inteligente crítica a la corrupción eclesiástica y al control ideológico y moral que la Iglesia Católica ejercía en la época de Queiroz con mano de hierro. Un telón de fondo, además, que permite comprender mejor un brillante retrato de la sociedad de provincias de la época, sometida a la poderosa influencia de un clero corrupto y anquilosado en una autocomplacencia y «relajación» de costumbres que es capaz de indignar incluso a la persona más creyente y devota.
No obstante, hay que precisar que no puede interpretarse esta novela como un ataque a la Iglesia Católica. De hecho, una de sus grandes virtudes es la inteligencia y brillantez con la que Eça de Queiroz construye su historia. La trama, más allá de la crítica a un sector de la Iglesia, es un análisis de los motores que rigen la vida del ser humano. Porque, en definitiva, la novela no hace otra cosa que abordar temas universales como el amor, la ambición, la corrupción y el poder.
En este sentido, leyendo El crimen del padre Amaro no se puede evitar pensar en La Regenta del español Leopoldo Alas «Clarín», publicada una década después que la novela de Eça de Queiroz. Los mismos temas sobrevuelan una historia centrada nuevamente en una ciudad de provincias (como también sucediera en la Madame Bovary de Gustave Flaubert), donde los personajes de Fermín de Pas y Ana Ozores se hermanan con el Padre Amaro y Amélia, su «seducida» feligresa. Sin embargo, habría que señalar que la historia del portugués soslaya la gran profundidad psicológica de los personajes de La Regenta, quizás en favor de una narración más centrada en examinar la corrupción eclesiástica.
Otro aspecto que distingue a la novela lusa de la española, aparte de sus tramas (El crimen del padre Amaro lleva al límite lo «folletinesco»), es la palpable falta de personajes positivos. No hay «víctimas» como sucede en La Regenta. En mi opinión, en El crimen del padre Amaro no existen personajes positivos o ejemplares, ni siquiera aquellos que, a priori, pudieran parecerlo. Todos están contaminados bien por la corrupción, la avaricia, la venganza o por el egoísmo y el propio interés. Gracias a estos factores El crimen del padre Amaro se convierte en una excelente narración que golpea al lector desde principio a fin «inoculándole» un poso de amargura que se vuelve casi insostenible cuando se finaliza la lectura de la narración.
La falsa religiosidad
Como hemos ido señalando, uno de los aspectos más destacables de la novela es su certera y brillante crítica hacia una parte del clero, corrupto y ahíto de poder, que controla sin pudor ni remordimientos la moral y la ideología de sus feligreses, decidiendo incluso el resultado político de elecciones.
Eça de Queiroz, como representante del Realismo portugués, retrata y refleja con metódico desapasionamiento unos personajes huecos y egoístas, modelados según los dictados de un mundo de apariencias y convenciones sociales y morales. Casi con lupa, el narrador portugués se acerca a las mentes de esos personajes y exhibe sus miserias, temores y deseos, dejando que sean éstos los que hablen por sí mismos y permitan al lector llegar a sus propias conclusiones. En mi caso, como ya señalé anteriormente, la sensación final es realmente amarga: los seres humanos, en general, carecen de virtudes que los hagan ejemplares, sucumbiendo, como seres humanos que son, a las pasiones, la corrupción y los temores.
Si recorremos las páginas de la novela en busca de ejemplos, algunas escenas son de una potencia tal que golpean al lector con la impasible crudeza con la que Eça de Queiroz retrata a cierto tipo de clero, profundamente egoísta, al que el sentido de la caridad y la compasión les resultan totalmente ajenos. Por ejemplo, en una reunión de curas en la que éstos están dando buena cuenta de una copiosa comida, la conversación que sostienen los personajes es cualquier cosa menos «cristiana»:
Un pobre llegó en ese momento a la puerta a rezongar lamentablemente padres nuestros; y mientras Gertrudes le metía en la alforja la mitad de una borona, los curas hablaron de las bandas de mendigos que ahora recorrían las feligresías.
-Mucha pobreza por aquí, mucha pobreza -decía el bueno del abad-. Venga, Dias, un poquitito más de ala.
-Mucha pobreza, pero también mucha pereza -consideró duramente el padre Natário. En muchas fincas sabía que hacían falta jornaleros y se veía a hombres hechos y derechos, fuertes como pinos, lloriqueando padres nuestros por las puertas-. ¡Punta de canallas! -resumió.
-Déjelo estar, padre Natário, déjelo estar – dijo el abad-. Mire que hay pobreza de verdad. Por aquí hay familias, hombre, mujer y cinco hijos, que duermen en el suelo como cerdos y no comen más que hierbas.
-¿Y qué diablos querías que comiesen? -exclamó el canónigo Dias lamiéndose los dedos después de haber rechupado el ala del capón-. ¿Querías acaso que comiesen pavo? ¡A cada uno según lo que es!
El buen abad, repantingándose, tiró de la servilleta hacia el estómago y dijo con afecto:
-La pobreza agrada a Dios Nuestro Señor.
La religión como instrumento de control
En El crimen del padre Amaro Eça de Queiroz también denuncia el uso de la religión como un instrumento de control y represión que impide a las personas, en especial las mujeres, pensar por sí mismas. Una concepción, en suma, plenamente asumida como «correcta» por la propia sociedad portuguesa de la época. En una escena de la novela el personaje de Josefa Dias, hermana del padre Dias y beata «de manual», argumenta lo siguiente sobre el personaje de la joven Amélia:
…lo que ella necesita es un confesor enérgico, que le diga: por ahí, y sin réplica. La muchacha es un espíritu débil; como la mayor parte de las mujeres no se sabe dirigir a sí misma, necesita por eso de un confesor que la gobierne con una barra de hierro, a quien ella obedezca, a quien le cuente todo, de quien tenga miedo… Es como debe ser un confesor.
No obstante, Eça de Queiroz introduce un personaje que se salva de la miseria moral que rodean al resto de curas de la novela. Se trata del abad Ferrão, quien ofrece una versión más positiva del clero, permitiendo con su presencia en la trama dotar de una cierta dignidad a la obra del clero:
El abad Ferrão se quedó callado un momento: se sentía triste, pensando que, por todo el reino, tantos centenares de sacerdotes llevaban así voluntariamente su rebaño por aquellas tinieblas del alma, manteniendo el mundo de los fieles en un terror abyecto al cielo, representándose a Dios y a sus santos como una corte que no es menos corrompida, ni mejor, que la de Calígula y sus libertos.
Con una narración de textura realista, pintada mediante un lenguaje rico y, a la vez, sobrio, Eça de Queiroz maneja una serie de temas y reflexiones en las que, en mi opinión, sobresale una inteligente crítica a los excesos y corruptelas de una parte del clero que, acomodado en la indiferencia y carcomido por la ambición y el egoísmo, rige los destinos de unos creyentes que, como niños, creen ciegamente en él.
El crimen del padre Amaro, como hemos señalado, no es una novela anticlerical. Es, por el contrario, una denuncia del engaño y el abuso de poder, de las debilidades y culpas de una sociedad determinada. No obstante, no deja de estremecer el hecho de que hayan pasado más de cien años desde su publicación y muchas de las actitudes y defectos de la Iglesia Católica en aquel momento continúen formando parte de su actual manera de ver el mundo, controlando y deformando a su conveniencia una necesidad tan legítima entre los seres humanos como es la fe religiosa.
Eça de Queiroz, José María: El crimen del padre Amaro. (Traducción de Eduardo Naval), Madrid, Alianza, 1998, págs. 110-111.
Recomiendo, para aquellos que estén interesados, ahondar en la interesante vida del escritor luso, quien ejerció de diplomático, entre otras actividades, permitiéndole recalar en diversos e interesantes destinos como Cuba, Egipto o Reino Unido.
La imagen de Eça de Queiroz es de 1900 y se encuentra en Wikimedia Commons.