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Las librerías que nos quedan

La excusa para dar cabida a este post es una interesante entrevista que publica la muy recomendable web solodelibros, en esta ocasión al librero Paco Goyanes, de la librería zaragozana Cálamo. Breve pero sustancioso en su coloquio con los chicos de solodelibros, Goyanes arroja una serie de certeras reflexiones sobre la situación del oficio de librero en un mundo como el nuestro que, poco a poco, ha fagocitado la profesión de librero para dar paso a la del vendedor de productos.

Desconozco la situación de la gran mayoría de ciudades españolas, pero en Madrid, desde hace algunos años, nos han invadido las llamadas «grandes librerías» (las que pertenecen a conocidos centros comerciales o las que en su día fueron un referente de buena y variada literatura y que ahora han sucumbido al poder de las novedades constantes, los best-seller «termitas» y las novelas históricas y románticas -muy respetables, por otra parte, pero inconcebibles como único género a disposición del lector-). A lo grande y con todo el potencial del marketing.

Seamos pesimistas por un instante: no quedan muchas librerías que tengan una verdadera y real vocación de serlo. Veamos la parte positiva: existen, están en nuestras calles. No obstante, volvemos de nuevo a los pensamientos oscuros. Como afirma Goyanes, «Ya no quedan casi libreros».

Ciertamente, en muchas librerías, sobre todo las «grandes» a las que me refería anteriormente, las personas que atienden al público son meros dependientes que venden una mercancía más. Pero ellos no tienen la culpa. No se les exige un conocimiento mayor del que dispensan. Algunos de ellos incluso añaden a su buena voluntad un cierto conocimiento literario que se agradece enormemente. Pero no es la mayoría de los casos. Aún recuerdo con cierta pena una persona que, al solicitarle el libro Humo (1867)de Iván S. Turgueniev, me preguntó si era un autor de literatura infantil. No es una anécdota para reír ni demostrar una inútil superioridad ante aquella persona que probablemente no tuviera el más mínimo interés por la literatura. Es una anécdota para reflexionar sobre situaciones como éstas, que no hacen sino demostrar el empobrecimiento de una sociedad y, por descontado, de la desaparición del librero, gente que hubiera capaz no sólo de ubicar a Turgueniev en su género y movimiento literario, sino también de sugerirte una obra u autor que, intuyendo tus gustos e intereses, podría haberte hecho marchar de la librería menos ignorante y más feliz.

Goyanes también indica en la entrevista que no hay «Nada más triste que la uniformidad». Nuevamente, cierto. La gran mayoría de las «grandes librerías» son uniformes, iguales, como un grupo de piedras que pueden tener una apariencia más o menos irregular aunque no dejen de ser en el fondo piedras. Salvando las pequeñas librerías o aquellos comercios que voluntariamente quieren distinguirse no sólo por su amor a la literatura sino por una atmósfera determinada (conozco librerías donde pasear delante de las estanterías, con esa gula y codicia del lector que todo lo quiere leer y descubrir, se acompaña de una tenue música clásica y una disposición casi lúbrica de miles y miles de portadas a cada cual más sugerente), no hay mucho más. En las grandes «librerías-superficies» no sucede esto. Todo está medido y pensado para que a la altura de tus ojos, justo cuando termina la subida del ascensor a la tercera planta, surjan como por arte de magia varias pilas del último best-seller listas para seducir al comprador ávido. O pensado para que cuando fallezca algún autor bastante celebrado se desempolven las ediciones de tapa dura (nunca las de bolsillo) para que rodeen al lector a cada paso que dé. Como un detergente o el último lanzamiento del supermercado. El marketing hace muchos años que entró en las librerías y en las editoriales.

Tiene razón Goyanes al reflejar una realidad que todos los amantes de la literatura ya conocemos. No quedan libreros porque los que hay carecen de muchas de sus virtudes:

Un buen librero necesita un montón de conocimientos que afectan a multitud de saberes y una sólida base cultural, unos buenos conocimientos empresariales. Añadir don de gentes, simpatía, eficiencia, responsabilidad. Un buen librero es aquel que sabe que tan importante es tratar con un catedrático como un niño de doce años, que tan fundamental es encontrar un libro, por difícil que sea, que pasar el plumero con ganas por las mesas de novedades.

No obstante, no seamos pesimistas. Aún quedan muy buenos libreros que no sólo venden, sino que aman y cuidan su oficio. Y buenos editores -esto quizá merecería un post aparte- que editan con cuidado y detalle obras que saben que nunca serán best-sellers. Ni falta que les hace.

Imagen: John Michael Thomson

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