Podemos plantear un pequeño debate. ¿Son necesarias las experiencias vitales, los viajes y el haber «vivido mucho» para que un escritor enriquezca su personal mundo literario? ¿Debe el novelista o el poeta haber conocido, sentido o vivido situaciones para poder reflejar, desde la experiencia y la madurez que éstas proporcionan, un mundo complejo? Las interrogantes no son nuevas, pero lanzo la pregunta como excusa para reflexionar sobre la importancia de las vivencias y experiencias vitales en el mundo literario y para hablar brevemente de una inmensa poeta como es la norteamericana Emily Dickinson (1830-1886), quien paradójicamente no salió apenas de su ciudad natal, Armsherst, creando no obstante un personalísimo, rico y fascinante universo poético parejo a su compleja personalidad.
Posiblemente la literatura de Cervantes, Ernest Hemingway o Joseph Conrad, por poner tan sólo tres ejemplos de narradores «viajeros» (la lista sería interminable), no se habría fraguado sin su bagaje vital. O vidas «ajetreadas» como las de Quevedo, Guy de Maupassant o Scott Figerald, no hubieran motivado las obras de estos dispares ejemplos. Quizá la poesía y teatro de Federico García Lorca no tendría la honda huella que tiene si no hubiera acontecido su azaroso «viaje» vital.
El argumento es obvio y no estoy diciendo nada nuevo. Todo escritor, todo poeta, necesita haber vivido, sentido, conocido, viajado. Ya sea a través de uno mismo o a través del mundo. Por experiencia vital me estoy refiriendo a un amplio abanico de situaciones: desde un viaje a una ciudad real o imaginaria hasta una guerra, desde un desamor hasta una crisis espiritual.
No obstante, y dejando a un lado estas primeras reflexiones, personalmente siempre me ha llamado la atención el caso de la poeta Emily Dickinson, quien, encerrada voluntariamente en un universo físico muy limitado (vivió recluida en su casa y en su habitación gran parte de su vida), expresa un mundo lírico y personal maduro y amplio. Dickinson se refugió en la poesía, negándose a que ésta se publicara. Un pequeño gran universo condensado en unos poemas breves, de pocos versos, la gran mayoría de ellos enigmáticos y perfectos en su extraño diálogo con el lector. Nada de viajes ni (que se sepa) fuertes experiencias vitales. Como apunta Margarita Ardanaz en su estudio previo a la compilación de la poesía de Emily Dickinson de la editorial Cátedra:
precisamente lo que contrasta con la riqueza y originalidad de sus versos es el hecho de que la vida de la autora sea aparentemente insignificante, carente de grandes acontecimientos sociales y vivida competamente y conscientemente al margen de los círculos literarios importantes de la costa este, como eran Boston o Nueva York. [el subrayado es mío](1)
Efectivamente, Dickinson fue un tipo de escritor distinto, en la superficie «frágil» pero potente y rotunda a poco que nos adentremos en su poesía. En la introdución de la edición de Cátedra Ardanaz pone el acento en a actividad mental interior de la poeta, concéntrica y «obsesiva» (2). En la vida de Emily Dickinson, a parecer, dominaron la reclusión y la soledad voluntarias, un terreno, a priori, poco propicio para grandes experiencias vitales. No obstante, según las noticias que se tiene de la vida de la escritora, la enfermedad de su madre, quien padeció varios ataques de parálisis, podría considerarse una incontestable vivencia que pudo producir la elección de la poeta de una reclusión total en su habitación, limitando su comunicación con el mundo externo a simples notas escritas.
Sea como fuere, Dickinson es un curioso ejemplo de poeta que, en principio, no pareció necesitar de grandes experiencias vitales para crear un torrente lírico complejo y profundo.
Os dejo con uno de sus poemas.
1512
All things swept sole away
This – is inmensity
Todas las cosas arrasadas
Eso – es la inmensidad.
(1) Margarita Ardanaz (trad. e intr.): «Introducción», en Emily Dickinson: Poemas, Madrid, Cátedra, 2000, pág. 11.
(2) Ibidem, pág. 16.
La imagen de Emily Dickinson es de Wikimedia Commons.